Uno de los primeros locales que habilitamos al efecto fue el domicilio de Manolo Mena situado encima de la bodega La Bahía en la entrada de Coronel Ceballos. Ni que decir tiene que el tocadiscos era el instrumento clave y los vinilos -los discos de pizarra eran mucho más antiguos- con los éxitos del momento y que solíamos comprar en ocasiones muy puntuales en una vetusta tienda de objetos musicales y de discos existente en la esquina del callejón del Ritz con García de la Torre.
Más adelante y cuando ya rondábamos los 16 años nos buscamos un lugar más espacioso y al efecto instalamos nuestro cuartel general guatequero en la azotea de una vivienda que poseía Luis Alberto del Castillo, poco más abajo del actual Casino y en la que su hermano Juan tenía el obrador de sus pastelerías. El olor a dulces recién elaborados cuando subíamos las escaleras es difícil de olvidar y lo utilizábamos para animar el cotarro, ya que en ocasiones caía algún que otro pastel por deferencia de Juan que siempre ha sido y es una gran persona.
De forma alternativa usábamos para no ponernos muy pesados siempre en el mismo lugar, otros sitios propicios que fueron el patio de la casa de nuestro gran amigo Santiago Sarmiento en Fuente Nueva 45 y la azotea de los garajes del Secano ( en lo que hoy es Correos) de Alberto González, otro de nuestros compañeros, aunque no de curso porque estudiaba fuera.
Como fácilmente se comprenderá nuestras escasez de caudales no nos permitía adquirir más que productos baratos, pero como ya he reflejado con anterioridad la imaginación que desarrollábamos no tenía límites y para ello la bodega La Giralda en calle Emilio Castelar (Panadería) y la de Bianchi en Emilio Santacana, eran nuestros puntos de aprovisionamiento.
Solíamos confeccionar un coctail con un perruno vino blanco al que añadíamos una barra de hielo, que transportábamos en el interior de un saco entre dos y con gran trabajo, que luego troceábamos a base de martillazos puros y duros y una ingente cantidad de fruta que por aquellas fechas era barata, amén de una siempre bien oculta botella de ginebra, por lo de darle el punto al bebercio.
En cualquier caso el detonante de todo el mejunje eran unos palos de canela, porque según decían los entendidos, se trataba de un producto afrodisíaco que levantaba los ánimos hasta límites inconcebibles.
La verdad es que fresquita aquella amalgama llegaba hasta resultar agradable al paladar, que remedio.
Ya por entonces se nos permitía llegar a nuestros domicilios a las 23.30 horas, pero las niñas debían seguir llegando no más tarde de las 22.30 horas por cuya razón los guateques, en especial en el verano, los iniciábamos en muchas ocasiones con un sol de justicia, pero no había otro remedio, ante la carencia de otros medios alternativos.