Sorpresa, risas, sonrisas, cachondeo, admiración, curiosidad. Todo esto se arremolina en este rincón. Es lo que concita
Casa Matías de calle Arfe. Es uno de los
corazones de El Arenal y no puede, por definición biológica, dejar de palpitar. No debe y no sabe. Porque el concepto es muy sencillo y parte de
darle al público lo que espera.
Autenticidad con mucho desparpajo. De eso Sevilla va
sobrá, pero hay que darle alguna vuelta de tuerca para que la
musa Calíope nos visite. Esta tarde viene acompañada de
Talia y Melpómene. Quizá porque tampoco la vida da mucho margen para que no se reúnan. Como esencia de la existencia.
Un
guitarrista avezado empieza a calentar los dedos. Y canta temas de
Los Jóvenes Flamencos (1994).
Todo ocurre, como por casualidad, en un escenario tosco. Antiguo ultramarinos y hoy taberna de postín.
De madera vetusta, de telarañas densas. La gente llega para divertirse y no lo deja para otro momento. Lo hace desde el primer segundo. Las copitas y los botellines alientan la sobremesa hacia ese puntito de descontrol y jolgorio con el que se simpatiza. Las voces se elevan, pero sobre ellas las de
una mujer que canta por bulerías. Hace callar. Canta muy bien.
Todo ocurre en muy poco espacio.
Artistas y clientela comparten asientos. Bailan un poco para dejarse pasar, se miran y respiran cerca.
Es algo muy intenso y vívido.
A continuación,
Jesús Heredia. Noventa años y muchos de ellos disfrutados en la
Cava de los Gitanos, en la Triana hermana de este barrio, apenas al otro lado del río Betis. Canta aún con el saber de los grandes cantaores.
Fandangos, bulerías, tarantos y granaínas. La voz se retuerce, y sonríe o se reconcentra según el palo y el momento. En las paradas intenta colocar sus
cedés grabados. “Es el nuevo”, afirma, y en la portada aparece él mismo en una foto antigua. De cuando
ganó la Lámpara Minera. “Al año siguiente la ganó Miguel Poveda”, y con ello quiere reforzar el prestigio de dicho premio. Incontestable que lo tiene. Fue en el año
1992 y si entras en un anexo de la Wikipedia verás que el hombre que tengo a mi lado se llama Rafael Heredia Flores.
Remata las actuaciones de la tarde una mujer alta, con el pelo con tinte rubio. Chaqueta de
animal print y pantalones con rotos.
Una voz rasgada. Una voz sin mucha floritura. Una
voz de fiesta callejera alrededor de la candela. De zambomba o
zambombá, según donde se diga. Con una canción de Navajita Plateá jalea al personal, que ya está calentito y responde con prontitud a la propuesta de jarana. La cara de la chavala se transforma. Para el cantar y alarga el brazo con violencia señalando hacia la puerta. Su cabreo es manifiesto. “¡Pero es que tú no lo
está viendo!”. “No le
eche cuenta”, le dicen por lo bajini. Con el gesto torcido sigue cantando… pero no puede. Es que no puede: “pero mírala, deja ya de acercarte”.
Arranca la voz que canta y la frena la voz que lanza rabia. Arranca y frena. Haciéndonos partícipes de este ataque de celos que la enerva, sigue mirando a la puerta y lanzando la mano hacia allá, donde ocurre lo que a ella le parece que ocurre. Querría que su brazo saliera disparado en la dirección oportuna.
Hasta el cuello de esa ella, que no distinguimos entre el gentío. Esa ella a la que la chavala, que querría cantar, tranquila, quiere ahora mismo darle una
atragantá. “Si sabe que es mi
marío porque tiene que
mirá tanto. Ella es la guapa y es la lista”. Hay mucha gente y no sabemos, pero intuimos. La otra se ha marchado. Ya la cantante sigue, termina, recibe los ánimos de una amiga. Se ríe, por fin, y acaba las dos canciones. Se marcha con su marido.
Nos quedamos con esa sonrisa de haber vivido
otra tarde más de verdad en Casa Matías. Dónde andará Matías. Él sabe que todo esto lo ha provocado él, con la
musa de la inspiración susurrándole cariñosa al oído.