Hay un runrún de agárrate y no te menees. Porque el roce hace el cariño y estar de pie, en la barra o en la acera, provoca que las palmeras se cimbreen. Que el airecito las agite y se aproximen, se abracen. Eso sólo se da cuando la palmera está así, de pie. Si sientas una palmera en un velador no es lo mismo. Se apalanca. Se esclerotiza. La cabellera no ondea al viento.
Que se charla igual ya lo sabemos, pero faltan movimientos acompasados. Cuando la risa aflora y palmeamos las espaldas. Cuando hacemos reposar el peso en las piernas, alternativamente. Véanlo, porque es una danza digna de ser estudiada por los antropólogos más alerta, de los que siempre andan ojo avizor.
"Han pasao de tanques a la calle, a policías a los bares", proclama uno al que el tema le toca la patata de forma esencial. Son muchos años.
En una taberna me comentaba la provecta dueña, en los aledaños de la jubilación impuesta por la piqueta (porque la edad hace tiempo que dejó de ser sesenta y cinco), que ahora la gente se engolosina en exceso por las terracitas. "Antes, cuando veías a fulano, mengano o zutano sentado, decías, cuchicheando, ¿qué le pasa? ¿está enfermo?".
Pues eso, que queremos vida, en la calle, fresquito o solito. Como una palmera, suave, suave, su-su-suave. Y mucha cercanía. De la que genera comunidad. De ilustres tabernarios.