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Rafael Montoya, marino ilustre

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Han pasado un par de semanas desde que el marino ilustre, hombre duro y riguroso, de rostro agrietado por la sal del mar y de las putadas de la vida, nos dejara. ¿Saben ustedes una cosa? Debe haber algo sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar. La última vez que vi a Rafael fue cuando yo bajaba con el coche el paseo de la Conferencia y él caminaba, con paso fuerte y rígido, camino del puerto o del mercado de abastos. Yo siempre le tocaba la bocina y él saludaba, sin mirar atrás, con el brazo en alto. Algunas veces, cuando nos encontrábamos en algún rincón de Algeciras –más veces en el puerto pesquero que en otro sitio–, conversábamos unos minutos. Recordábamos, en ocasiones, aquellos tiempos en los que él se partía la cara por los suyos tras la mesa de un despacho, delante de una pancarta o corriendo delante de la Guardia Civil en los conflictos pesqueros de primeros de los noventa. Menudos huevos tenía.
Una de esas veces que nos cruzamos en la calle, le dimos a la hebra y el tema versaba sobre la posibilidad de que nuestro alcalde, Tomás Herrera, alzara un monumento a los hombres de la mar. Algeciras es la única ciudad que conozco y que mi honorable marino conocía que no rinde de este modo homenaje a sus hombres de mar. “Aunque ya he hablado con el alcalde de este asunto, no veo que se haga nada al respecto”, me decía Rafael Montoya con sus ojos siempre emitiendo un brillo desacostumbrado. “No te preocupes, Rafa, ya llegará el día. Aunque ya sabes que cuando a un tío se le pone en los huevos no dar un duro no lo da”, le dije yo viendo malgastados todos los esfuerzos que pretendíamos derrochar.  “Pero es una vergüenza que Algeciras no rinda honores a los suyos con la de alcaldes que han pasado por aquí y la de fotos que se han hecho contigo en infinidad de conflictos”, añadí al poco.
Tener un recuerdo para un marino tan entrañable y querido de Algeciras es muy complicado porque todo lo que se puede decir de él es que con sus manos, sus piernas, mucha fatiga, agua en el rostro, comiendo mal, pasando frío y los cojones muy bien puestos, dio de comer a su familia –y a otras familias: las más necesitadas del sector-– aquella que lo veía zarpar con las esperanzas puestas en la Virgen del Carmen para que le hiciera arribar al puerto sin un rasguño. Eran aquellos unos años difíciles, la flota carecía casi de lo más elemental y sólo las manos rudas de los hombres de la mar era cuanto de seguridad llevaban a bordo y con las que capeaban el peor de los temporales al tiempo que clavaban los ojos húmedos en el horizonte mortecino que auguraba la peor de las arribadas a la costa. Eso y el corazón de cada uno de sus compañeros, y también el suyo, anclado en rincón más cálido de sus hogares y en el de sus seres queridos.
Yo le conocí cuando ya no salía  a la mar. Cuando era patrón mayor de la cofradía de pescadores de Algeciras y cuando no pasaba horas en su despacho, sino días enteros, dejándose los ojos en los papeles, la oreja en el teléfono, la voz en las reuniones y el corazón en los más desfavorecidos de su casta marinera.
Para este marino insigne, leal y enamorado del aire costero que respiraba, era fácil hacerse querer y relacionarse con gente de muy distinta condición. Le encantaba leer y escribir, departir con los amigos, amar a sus nietos e hijos y comprender, sobre todo, el corazón herido de quienes sangraban de pena. Rafael Montoya poseía la suerte de que le gustaran e interesaran muchas cosas. De ser un hombre combativo, de estar siempre dispuesto a  ir a por todas, de haber sido siempre optimista y un luchador leal y fuerte. No pudiste ver un monumento firme que hiciera honor a tu gente de la mar, pero en mi corazón y en el de muchas otras personas, perdurará erguido el mejor de los honores a un hombre de mar ilustre como tú, amigo Rafa.

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