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Vivencias navideñas jerezanas: el pavo Paquito

Paquito formaba parte de otra tradición de esas que, sin estar escritas ni firmadas, siempre llegaba fiel a su cita

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  • Pavo para Nochebuena -

Estaba aún en la cama. Ya al despertarme no me topaba con la mariposa encendida que, durante todo el mes de noviembre, había alumbrado el recuerdo de aquellos que ya no estaban entre nosotros. A través de la ventana que daba a la calle entraban los primeros rayos de luz de un festivo 8 de diciembre que acallaba el ruido de las máquinas de la imprenta Jerez Industrial y que predecía unas aceras vacías de gente, porque Salitas estaría esperando ya en la panadería pero ni Bejarano en una esquina, ni Paco y Dolores en la otra, abrían en ese día de la Inmaculada que marcaba el comienzo de la Navidad según Jerez y que, incluso, traía unos fríos que, para Carmen, siempre eran los  del Niño Jesús, aquel que iba a nacer para redimir el mundo.

Ciertamente los "jatos" no eran suficientes para que tu cuerpo, encamado a las 9 del día, se calentase. Mamá ya estaba levantada y padre se mojaba la cara en el lavabo que estaba dentro del dormitorio, cuando se escuchó el golpeo en la puerta que, al abrirse, dejaba ver un patio espléndido donde ya Dolores barría y Carmen traía la primera botella de anís que presagiaba la recta final hacia la Nochebuena. Una copita de anís para cada vecina y un polvorón que era un rutina que se iría ya repitiendo, sin que se rompiese la cadena, día y otro hasta llegar al día grande, o menos grande, porque para Paquito significaría el fin de sus días para transitar de vivo a ser pasado por las armas y luego comido.

¿Que quién era Paquito?...Ciertamente aún no estaba viviendo en la casa de vecinos. Todavía ni siquiera sabíamos cómo se llamaba y tampoco si iba a venir..., aunque se adivinaba. Era otra tradición de esas que, sin estar escritas ni firmadas, siempre llegaba fiel a su cita. Y es que en esa festividad de la Inmaculada no solo se destapaba la botella que tenía la cara del mono pegada al cristal, ni se abría la caja que se había comprado venticuatro horas antes con lo que aquí siempre hemos llamado mantecados, ni se montaba el belén con las figuras compradas en la puerta de Plaza de Abastos, después de haberse hecho mi madre con un kilo de boquerones en el puesto de Joselito, sino que en Arcos o en Ancha se colocaban unos tenderetes vendiendo pavos... Como el salario del mes se había cobrado hacía poco y aún sobraba algún dinerillo, si no el mismo día sí al siguiente iban las madres a comprar el pavo que era el gran plato de esa noche en la que vino Jesús de Nazaret en el pueblo de Belén. Aquel pavo lo llamamos Paquito, como Vega, el vecino del número 11, el primo de José Manuel, el amigo de infancia, de juegos de soldados e indios y de muchos balonazos contra la puerta de la litográfica que nos servía de portería.

Paquito no venía delgado, pero había que engordarlo algo más y vivía a cuerpo de rey en aquella cocina, era el hueco de la escalera dicho sea de paso, donde apenas se podía caminar pero donde él tenía su casa, sin saber que aquello era más bien una cárcel que le iba a llevar al cadalso. Uno le cogía cariño al pavo por aquello de que era un vecino nuevo, que se escuchaba su glugluteo y sus pisadas e, incluso, observábamos sus vanos intentos de saltar el escalón de su particular habitación y escaparse patio adelante como si presagiese su destino fatal.

Pasaban los días, se cantaban villancicos, sonaban las zambombas, las matracas y el almirez, se soñaba con un premio de lotería que te ofreciese la oportunidad de una vida no mejor, porque con lo que teníamos eramos inmensamente felices, pero sí más cómoda, se compraba lo que se podía de cara a los Reyes, y hasta velas por si se iba la luz que, con aquello de las lluvias y tormentas, que entonces sí llovía y tronaba, era algo muy habitual y así llegábamos al día 24, el de la ejecución de Paquito. No lo mates mamá. ¿Entonces qué comemos?.

La hora marcada eran las 4 o las 5 , la taurina por excelencia. La madre cogía el cubo y el cuchillo. Ya no había remedio. El cuchillo inmisericorde le cortaba el gaznate y la sangre comenzaba a llenar el cubo hasta que Paquito finalizaba sus días. Hecho el pavoticidio Paquito pasaba a la olla, que se calentaba con el carbón comprado en calle Morenos, y a la noche a los platos para su consumo. Era una comida especial. Ya no nos acordábamos de Paquito sino de que un año más, una Nochebuena más, habíamos comido pavo tal y como marcaban los hábitos de aquellos años donde la radio, porque la televisión llegaría muchos años más tarde, era la compañía ideal, junto al brasero de cisco y picón y la alhuzema para darle olor,  el 24 de cada diciembre... porque ni siquiera había la posibilidad de hablar con los familiares que estaban fuera de la ciudad y a los que se había felicitado con una postal que se había enviado con antelación en la boca del león de Correos. Tiempos aquellos. Ni mejores ni peores. Diferentes. Distintos. Con muy poco éramos felices. Tan felices como aquella noche, sin él saberlo, nos hizo el pavo Paquito. 

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