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Voraces

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En uno de esos días machadianos de colegio, en los que había monotonía de lluvia tras los cristales y ya estaba harto de mirar el cuadro en el que se representaba el primer homicidio al que asistió la humanidad, me dio por descansar de los vuelos transoceánicos de mi imaginación y atender a mi maestro, don Manuel.

Ese día tocaba historia. Los fenicios. O sea, ya saben, los reyes del comercio en todo el Mediterráneo y los primeros en aventurarse en surcar los mares orientales. Don Manuel no se limitaba a describir los aspectos más singulares de la cultura fenicia con la asepsia y frialdad de una enciclopedia preñada de una abrumadora nómina de datos. Don Manuel vivía la historia y nos transmitía ese entusiasmo escenificando, por ejemplo, la escena del gentío despidiendo a un barco que  zarpaba de Tiro o Sidón cargado de una seda casi ingrávida y de un marfil labrado por los mejores artesanos, o cómo desplegaban su astucia cuando mostraban las mercancías a los comerciantes del puerto al que arribaban. Él solo hacía el murmullo de la gente lanzando adioses a aquellos intrépidos comerciantes capaces de venderle a uno la estrella polar –que para eso la descubrieron–, o cambiaba su voz, rica en registros, para representar un trueque justo o una estafa en toda regla.


Uno de esos barcos llegó un día a la ensenada de Bolonia cargado con las joyas más exquisitas que un oro, casi puro, podía soportar. A las pocas horas aparecieron los pescaderos de la zona portando espuertas llenas de voraces recién pescados: aún palpitaba la vida en el rojo de sus agallas, tenían el perfume sagrado de las profundidades del Estrecho y todos estaban condecorados con una divisa negra. Del grupo se adelantó un tipo con delantal y muchas estrellas michelín, hizo una fogata y asó varios ejemplares.

Cuando la carne tuvo la consistencia justa, los dispuso sobre unas fuentes y los regó con el mejor aceite de oliva virgen. Los mercaderes fenicios los probaron y se desentendieron de sus mercancías. El negocio estaba en ese mar que iluminaba una luna muy mora.

Después de los fenicios, a los voraces los han perseguido con saña y sin descanso, gentes sin escrúpulos evolucionistas ni estupideces protectoras. Se ha utilizado el saber ancestral de los marineros más curtidos de la zona, las redes más devastadoras y, últimamente, la conexión a un satélite. Por eso, ahora se tiene que proclamar una tregua o paro biológico de tres meses, para evitar que ese pez de carne prieta y blanca y marcado por Neptuno con su particular ceniza cuaresmal, desaparezca de nuestros platos. Durante ese tiempo van a alimentarse dando rienda suelta a su instinto depredador, se van a aparear y de ese instante de placer va a surgir una nube de millones de renacuajos dotados de mandíbulas muy poderosas, algunos de los cuales podrán llegar a ser adultos y sorprendernos con su sabor a mar.

Pero hoy, los voraces de mayor tamaño y quijada temible no están disfrutando de un descanso merecido en sus cuarteles de invierno submarinos. Hoy, los voraces más desalmados se sientan en los consejos de administración de los bancos y otras instituciones financieras del planeta. Se les ha helado la sonrisa. No hace mucho, cuando oían la catarata de los índices bursátiles derramarse plácidamente por los parqués más nobles, su satisfacción no tenía límite de ningún tipo: ni el del propio sistema financiero, ni el del código penal. Ahora esos voraces insaciables han hecho un paro en su desenfrenado enriquecimiento. Ahora le están pidiendo al Estado del bienestar que les solucione su despropósito, inyectándole en la aorta de su exangüe negocio una indecente cantidad de liquidez.

A estos voraces es a los que habría que esquilmar y hacerlos desaparecer del mar de la economía.

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