Lo que ocurrió el 23 de Julio de 1967 en la calle 12 con Clairmount no fue el inicio de una serie de disturbios, sino el origen de una revolución. Una redada policial que, tras torcerse por las prácticas abusivas de los agentes, se transformó rápidamente en mecha prendida.
Las calles de Detroit, lúgubres pasajes abandonados en la actualidad, ardieron durante cinco largos días. El pueblo negro se alzó contra la opresión racial como nunca antes se había visto en Norteamérica, dejando una marca terrible en la ciudad y en su historia.
Detroit, de Kathryn Bigelow, se erige como un impresionante relato sobre la violencia y el racismo inherentes al individuo y al sistema norteamericano. Abordando los hechos antes mencionados, la directora de La Noche Más Oscura (2012) y En Tierra Hostil (2008) divide su película en tres actos perfectamente cohesionados.
El primero de ellos contextualiza de manera excepcional la narración a través de una breve introducción sobre la historia de la ciudad y la segregación sufrida por el pueblo negro, dando paso en seguida al inicio de las revueltas y a sus consecuencias más tempranas.
El segundo, nos sumerge de lleno en los sucesos acontecidos en el asalto al motel Algiers, donde la policía abusó, maltrató y asesinó a varios jóvenes inocentes, convirtiéndose la cinta, por momentos, en un thriller de tensión y pavor casi insoportables.
Por último, Bigelow concluye su película denunciando la incompetencia de un sistema judicial incapaz de eliminar las diferencias sociales fruto de las posiciones de poder establecidas entre blancos y negros, haciendo especial hincapié en las dramáticas consecuencias que torcieron para siempre la vida de quienes se encontraron en medio de esta no tan lejana pesadilla.
Es en esta denuncia final donde la firme dirección de Bigelow y el tono de realismo casi documental que adquirían sus imágenes abandonan la exposición cruda de los hechos para abordar un discurso tan subjetivo como necesario, que reaviva y señala un problema que sigue aún latente en el presente de un país marcado por conflictos avivados por el odio racial.
El mayor triunfo de Detroit, pues, radica en su poder catártico, en su capacidad para abstraernos a través del movimiento nervioso de la cámara, de sus zooms opresivos y de la cercanía angustiosa en la que nos sitúa en cada encuadre, en cada primer plano, haciéndonos partícipes de los abusos y las injusticias sufridas por un pueblo necesitado de revolución. Una lección de cine comprometido con problemáticas actuales que busca sacudir al espectador y remover sus concepciones sobre el turbio pasado que aún estanca el alzamiento de un pueblo que, algún día, podrá perdonar las vejaciones sufridas por el odio del hombre blanco.
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