Después de algunos años escribiendo semanalmente en un periódico local, sucede la atrofia. Mis ideas mudan como muda un capullo en flor. Se transforman, como un vino que se remonta con el paso de los años y se hace más oloroso, con un cuerpo más musculado. Se encallan en las mismas ideas, en las mismas palabras que pretenden decir ,como un rosario, la conciencia semanal que debe ser escrita.
Hace ya tiempo que no escribo en esta columna sobre los libros que leo y que transforman mi percepción de la realidad. No lo he hecho, no he comentado esa literatosis que padezco, porque me parecía que en una columna de un semanario local tenía la obligación de escribir sobre la ciudad en concreto. Pero esa ciudad ha devenido en un espacio de la imaginación, escribo sobre ella aun sin habitarla, sólo edificando con mis palabras un encuentro imaginado. Y estas palabras son de ese encanto, por mucho que las circunstancias me conduzcan a desvíos de los políticos, a los recodos a que conduce toda política sin aspiraciones.
Así prefiero la ciudad en que nací: imaginada y quieta como un estanque. En los recuerdos uno puede proyectar los deseos de la infancia, porque cuando la infancia perece surgen los deseos. Desde este estado de complicidad puedo nombrar sus propiedades y enumerarlas sin riesgo a sentirme un traicionero. No vivir allí a diario me ha llevado a volcar toda la profusión de la ciudad en artificios literarios. Ya vivo en el magma de su Historia, para siempre habitaré en el descenso de sus piedras.
Hoy, sin embargo, me he venido a la Plaza del pueblo para prescribir sus síntomas otoñales. El frío no consigue atravesar los afluentes que desembocan en el Cabildo. Aquí sentado, con un libro de Wiesenthal, El esnobismo de las golondrinas, veo cómo empiezan a crecerme unas alas, enormes, emplumadas hasta el colmo. Unas poderosas alas cada vez que comienzo a leer el libro brotan con la fuerza de una duna solitaria. Este libro es una defensa prodigiosa del cosmopolitismo y de la entrega del ciudadano europeo a los tesoros perdidos de Occidente. Caigo en la cuenta de que Wiesenthal escribe con el cedazo del recuerdo, con la pretensión memorística del rescate. Pienso todo esto mientras apunto en mi moleskine las costumbres de esta ciudad, la que vio como nací, la que escribo a cada instante.
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