Hace unos días, en unos grandes almacenes, nos sorprendió a todos los que esperábamos pasar por caja, el cartel que nos advertía que, a partir del próximo 15 de noviembre, no se facilitarían las bolsas de plástico para portar los alimentos y demás compras. Nos mirábamos unos a otros esperando una explicación con cierta perplejidad.
Hasta ahora, las bolsas se habían convertido en nuestras compañeras inseparables; servían para todo. Recogían pacientemente los incontables kilos de víveres, los objetos para todas las necesidades, los caprichos más peregrinos, las adquisiciones más absurdas, el costo para el trabajo, los excrementos caninos, la ropa usada para Madre Coraje, los medicamentos caducados para los tercermundistas, las zapatillas viejas de deporte y mil utilidades más.
A veces, ante tanta incomprensión, las pobres bolsas se resistían a nuestros abusos y acababan rompiendo sus asas. Pero las duplicábamos y casi siempre terminaban por ayudarnos y llegar fielmente a su destino. Tal es así que una mujer aseguraba que todas llevaban bolsas en el bolso para cualquier imprevisión. Es más, su hija de 16 años, que está embarazada, lleva en el bolso la bolsa por si le viene la fatiga.
La joven de la caja nos dio dos o tres razones: las bolsas de plástico contaminan durante muchos años, suponen un gasto que se puede entregar a fines benéficos y podemos salvar a especies de animales en extinción, como los caballitos de mar. Sin ponernos de acuerdo, soltamos una carcajada y la joven nos miró con cierto rubor.
Añadió otras razones más: “Se me olvidaba” –dijo–. “Las nuevas bolsas serán más útiles y menos resistentes a su destrucción”. Un hombre dijo: “¿Más útiles todavía?”. Y una mujer: “¿Menos resistentes?”. Y otra: “Entonces ¿para qué las queremos?”. La joven se quitó el órdago de encima diciendo: “Bueno, eso es lo que nos han dicho y he intentado aprenderme bien la lección”. La muchacha, ante la situación sainetera, terminó riéndose también.
Un hombre añadió que había oído decir que las nuevas bolsas van a ser caras. Es más, no hay fábrica que se comprometa a hacer una importante inversión, lanzar millones de bolsas y conseguir unos beneficios ridículos.
Otro opinó que puede haber detrás otra fuente de impuestos indirectos para aliviar las arcas vacías del Estado. Y otro acabó rematando que nuestros funcionarios economistas están poco inspirados, pero que lo de salvar a los caballitos de mar conviene tenerlo en cuenta. “Bueno, algo hemos sacado de la crisis, –insistió– Rio nos ha liberado de los gastos de las Olimpiadas”.
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