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El sexo de los libros

Paul Lafargue: 'El derecho a la pereza' (Los veranos interiores)

Masas que mueren por la inercia de un destino espurio mientras persisten en los grandes sueños. ¿Qué esconde el ser humano tras esa cara alegre y sonriente?

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La conciencia del tiempo divisible, la voluntad que inventa el significado de las horas, la construcción mental de la obediencia o una visión del mundo sin pies ni cabeza, la yuxtaposición del desarrollo y del subdesarrollo, y, en el centro del desastre, el imperativo del horario laboral.

Masas que mueren por la inercia de un destino espurio mientras persisten en los grandes sueños. ¿Qué esconde el ser humano tras esa cara alegre y sonriente?

¿Las derivaciones de los cambios turbulentos y vertiginosos en el imaginario colectivo de las sociedades contemporáneas? ¿Las vicisitudes individuales del sujeto deconstruido?   

La división del tiempo se halla íntimamente vinculada a la división social del trabajo [trabajo ‘necesario’ y trabajo ‘adicional’] por motivos económicos de productividad contra natura bajo el principio capitalista de explotación de las clases asalariadas, y ello  circunscribiéndonos al contexto contemporáneo en un sentido de amplitud cronológica cuyo comienzo, convencionalmente admitido, se sitúa en 1789; es decir, en la noche que anuncia “la noche de los relámpagos” de André Breton.

Los sistemas económicos precedentes, basados en distintos métodos y  técnicas, perseguían idénticos fines de brutalidad y de pródiga apertura al crimen. “Los hombres mueren y no son felices”, afirma el Calígula de Albert Camus en respuesta a la pregunta de Helicón: “Y cuál es esa verdad, Cayo?”.

Nuestra referencia es el ocio administrado por el poder en la duración y en las  formas  por medio de las leyes. A cada uno su culpabilidad. La ley es igual para todos.

El auténtico ocio debería ser un acontecimiento incompatible con la sacralización del trabajo. “Que no nos falte”. “Yo sin trabajar no soy nadie”. “No puedo estar sin hacer nada” [¿Sin hacer nada?]

Mensaje callejero: “¡Queremos dinero, no trabajo!” 

El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, sigue siendo un texto clásico e imprescindible en materia de descanso eterno; el perfecto  breviario de la holgazanería [así debe leerse, sin estúpidos  complejos] como resultado de la desmitificación del trabajo y su estatuto de valor socieconómico. Esta obra, dirigida contra la “extraña locura” o “extraña pasión” del amor al trabajo, apareció en Inglaterra en 1880. Más tarde, en 1883, se publicó la versión definitiva. En Internet hay el ciento y la madre de información sobre Lafargue.

El subtítulo de este libro es Refutación del ‹‹Derecho al trabajo›› de 1848, una réplica a ciertas tesis de Louis Blanc, etc.

“En la sociedad capitalista —declara Lafargue—, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual y de toda deformación orgánica”, lo cual es científicamente correcto, y lo cual constituye, nowadays, un capítulo impresionante, por no decir acojonante, de la investigación médica en el ámbito laboral. No se olvide que Lafargue era médico.

“Los derechos de la pereza” son, según Lafargue, “mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tuberculosos  Derechos del hombre, defendidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa”. Otra diana.

Los avances tecnológicos [en aquel entonces, el maquinismo]  liberarían al hombre del trabajo y favorecerían la entrada en el paraíso de la ociosidad, regresando a una vida instintiva más acorde con la naturaleza humana. Apoyándose en las teorías de su suegro  —Karl Marx—,  Lafargue propuso la disminución de la jornada de trabajo a un máximo de tres horas, así como el incremento de  la capacidad de consumo de la clase obrera: “Reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y de fiesta”.

El derecho a la pereza se inicia con una cita de Lessing: “Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” [fin de la cita]


 

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