En cierta ocasión, Bertrand Russell le hizo a Gerald Brenan el siguiente comentario: “Como he creído siempre, la música, la pintura y la literatura son ejercicios puramente emocionales apropiados para los organismos inferiores”.
Incluso en el ámbito de la filosofía, Russell se mostraba particularmente terrible y se remontaba, con su máquina del Juicio Final, a los orígenes: Aristóteles era un pedante aburrido y Platón un sujeto muy perverso; Hegel, Schopenhauer y Nietzsche eran inaceptables, y Bergson un sinvergüenza.
Luego, en un momento dado, cambiará de opinión (o fingirá hacerlo), algo que practicaba con la mayor naturalidad, sin necesidad de subterfugios, mientras que otros pensadores vivían precisamente, y de manera abusiva, de eso: de argucias y enredos.
Pero tampoco Russell era un espíritu totalmente ajeno al empleo interesado de las trampas del lenguaje.
En la universidad, tuve la fortuna de ser alumno de Ramón Vargas-Machuca Ortega, muy joven por aquel entonces, pero no por ello menos lúcido. Él tenía ya grandes dotes pedagógicas; sabía transmitir los conocimientos.
Ramón había sido designado por el departamento de Filosofía para explicarnos un monográfico sobre Neopositivismo.
Una temática que, en principio, suele resultar bastante árida, además de compleja por sus fundamentos lógico-matemáticos, ocupa no obstante en mi memoria, y ello gracias al buen hacer didáctico de mi gran amigo el doctor Vargas-Machuca, un espacio de excepción que constituye un recuerdo único y limpio de comienzos de los años setenta.
Un recuerdo diáfano y seductor frente a la inmensidad del Atlántico.
En su libro Memoria personal 1920/1972 (1975), Brenan escribió sobre la penetrante mordacidad de Russell, siempre argumentada con demoledor y nada lírico racionalismo.
El destino, sin embargo, le hizo a Russell la paradójica jugada de convertirlo en Premio Nobel de Literatura en el año 1950, en “reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios y la libertad de pensamiento”.
Russell poseía un dominio extraordinario del idioma inglés; y es el dominio de la expresión lo que otorga categoría literaria a cualquier tipo de texto, independientemente de su contenido.
Fue un Nobel de Literatura concedido a alguien que abrigaba serias reservas respecto al sospechoso emocionalismo de las artes; aunque, con el tiempo —como ya se ha anotado— revisara sus perspectivas con mayor o menor sinceridad.
Russell manifestó la idea de que el amor a un difunto puede ser lo mejor de una vida (Los elementos de la ética, 6, 42; obra publicada en 1910). Con esta idea —sin querer ser original— aludía a la muerte como fuente de sentido para la existencia.
Pero, en su significado extenso —y probablemente laxo—, el enunciado de Russell encandilaría a los teósofos, espiritistas y videntes; así como a los criminólogos, ya que dicho aserto no tiene por qué excluir las manifestaciones más depravadas del mal llamado hombre, entre las cuales la necrofilia es de las más inocentes.
Según Russell, “gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”.
Charles Bukowski no es que hiciera una paráfrasis de la proposición de Russell, sino que, sencillamente, dijo lo mismo casi con las mismas palabras: “The problem with the world is that intelligent people are full of doubts, while the stupid ones are full of confidence”.