Morirse
Uno puedo morirse en cualquier momento. Ahora mismo, mientras tecleo estas palabras, mi corazón puede ser fulminado por un infarto e impedirme asistir a la cita del domingo próximo ?circunstancia periodística de la que sólo dos o tres personas se apercibirían?...
Se puede uno morir de la perplejidad que le puede a uno causar la imagen publicada anteayer mismo, de Zapatero y De la Vega, después de la rueda de prensa en La Moncloa en la que fueron fotografiados de perfil y muy sonrientes, mientras se marchaban por un pasillo en dirección contraria a la que indicaba una flecha fijada en la pared, como queriéndole decir al lector que las medidas que acababan de derramar sobre mesa de la sala de comparecencias de la sede del Gobierno central, iban en dirección contraria al sentido común o, al menos, iban a ser desmontadas por la oposición y por la prensa económica antes de que los protagonistas llegaran a sus respectivos despachos.
También uno puede sucumbir de manera vital a la vergüenza que produce ver la cara de circunstancia que exhibió Sánchez Rull mientras su grupo anunciaba la rebaja del IBI porque ya se han dado cuenta de que en las circunstancias actuales, ese aumento suponía emular a los mejores bandoleros de Sierra Morena, más que aplicar un impuesto justificado, progresivo y asumible por los ciudadanos sujetos a tal desembolso.
Pero ayer el periódico traía una foto cuyo pie informa de la muerte de una mujer en plena calle. Sin duda, cuando se despertó no pensó ni por un momento que esa iba a ser la última vez que realizara ese acto tan cotidiano de despertarse, incorporarse y sentarse al borde de la cama. Luego iría al baño, se asearía y en unos minutos le inundaría reconfortante anticipo del olor a tostadas y a café del desayuno, junto a la hilera de pastillas que puntualmente tomaba para sostener con dignidad las quiebras que la edad había producido en su salud. Mientras escuchaba la radio, recogió la cocina, barrió las habitaciones más transitadas, quitó el polvo de algunos cuadros y se sentó a mirar por la ventana.
Por la tarde pasó a recogerla su hermana y ambas salieron a dar un paseo por el centro de la ciudad como hacían a menudo y nada le advirtió que las luces de esta Navidad serían las últimas que ella vería y nada hacía prever que ese ajetreo de gentes cargadas de bolsas doradas, sería el último que ella tendría que padecer. Inopinadamente la mujer se sintió mal y le pidió a su hermana que le ayudara a sentarse para poder descansar un poco.
En la fotografía de este periódico se ve a un grupo de agentes de la autoridad y del 061. En el suelo, sobre una camilla está ya el cadáver cubierto por una sábana. No muy lejos de la escena hay un contenedor de basura con cajas por el suelo.
A uno la parca lo puede sorprender –porque siempre lo sorprende a uno– en cualquier estación del año o en medio de cualquier festividad o mientras trata de asimilar la última estupidez de un político, o simplemente mirando caer las hojas del otoño recién cumplido. Pero morir en Navidad y en la calle, ver esa foto tan sin compasión, lo hunde a uno en una melancolía un tanto esquizofrénica, porque por un lado, suenan los villancicos sin parar en los centros comerciales, y el brillo del celofán de los regalos restalla en colores por las calles de la ciudad; y por otro, porque la camilla en el suelo acogiendo la muerte inesperada de esa mujer es la viva imagen de la contra Navidad. En estos momentos siempre vienen a la memoria aquel memento mori y ese otro más fogoso aserto Carpe diem.
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