Pequeñas cosas
Bueno, pues es lo que hay. Antesdeayer no quité ojo a la tele y cada dos por tres le preguntaba a mi compañero de curro qué número habían cantado los niños de San Ildefonso. Él respondía con una queja y no con el número en cuestión...
Pero no estando aún conforme, cuando llegué a casa, a eso de las tres de la tarde, conecté el ordenata y, como un gilipollas discordante, pinché la página de Loterías y Apuestas del Estado para comprobar mi décimo. Oteé cada número extraído del bombo como quien buscaba una reliquia o una piedra preciosa extraviada del Santo Grial. Treinta y dos mil trescientos cuarenta, iba yo balbuciendo. Treinta y seis mil quinientos… ¿Quinientos? ¿Quinientos? Quinientos setenta y seis. ¡Sus mulas todas! ¡Que yo llevo el treinta y seis mil quinientos setenta y cuatro! Por poquito.
Perseguí mi número premio a premio pero nada. No estaba en la jodida pantalla. No estaba. Eso fue todo. Me escurrí en el sofá y, con la mirada anclada en el infinito, me dije, como me digo todos los días: a seguir pagando trampas, colega. Que te jodan. Ni un euro. Y cuando iba a desconectar el ordenador, me dije: ¡Alto! ¡No lo hagas! ¡No desconectes! ¡Isaías, tienes un cupón del viernes pasado que aún no has comprobado! Como loco, corrí hasta donde habitualmente dejo la cartera y las llaves cuando llego a casa, que no es sino sobre la mesa del salón, a unos escasos cincuenta centímetros de donde me encontraba con el portátil. Aun así, fui veloz. Velocísimo. Cogí la cartera, la abrí y extraje el cupón de la ONCE. Qué alivio, suspiré. Aquellos cincuenta centímetros se me antojaron tres kilómetros.
Desdoble el cupón y tomé asiento como quien espera que le dé un sopapo al descubrir que el cupón ha sido premiado. Así que, como había hecho minutos antes con la lotería, inicié la página web de la organización y, tras dar con el sorteo del viernes, fui escudriñando número a número por el rabillo del ojo. Pero nada. A tomar por culo la suerte y quien la inventó.
¡Un momento! ¿Has visto bien el número, pedazo de guilipollas? ¡Tienes el número del reintegro! Receloso, devolví el cupón a la cartera y, tras enfundarme la cazadora, salí a la calle y puse los pasos al cuponero más cercano. No había ni uno. Así que no me quedó más remedio que coger el coche, poner rumbo al centro de la ciudad y localizar un quiosco de la ONCE.
Me apeo y le digo al vendedor que tengo dinero de reintegro. “¿Qué número quieres?” me pregunta con el ceño fruncido quien se escondía tras la ventanilla empapelada de cifras. El que sea, le respondo mirando todos los números. Cuando el hombre se disponía a tomar uno al azar, dije, exaltado: ¡Un momento! Déme ése de ahí. Y me lo entregó el cuponero. Pero no satisfecho, con los dos únicos euros que me quedaban en el bolsillo, le pedí otro número distinto –no soy avaricioso– y me lo guardé.
Pasé la tarde pensando en aquellos a los que les había tocado la lotería. Pero llegada la noche y celebrado el nuevo sorteo de la ONCE, comprobé mis cupones y, uno, tenía de nuevo el reintegro. Bueno, algo es algo. Otra oportunidad, dije para consolarme. Así que ayer, a primera hora de la mañana los cambié. Cuando escribo este artículo son exactamente las cinco de la tarde, así que no se va a poder enterar usted si me ha tocado o no, pero si la semana que viene ve usted la foto de mi careto igual que está hoy, es que no hubo suerte. Si por el contrario la atisba sonriente...
Quizás usted diga que al menos tengo salud, pero le juro por mis mulas que un puñao de euros no me vendría mal. Qué cojones. Los mismos resfríos y la misma gripe o las mismas enfermedades cogemos con billetes que sin billetes, y si es con billetes, la cosa cambia. El sol sale de otra manera y el curro se lleva con otra alegría. ¿O no? Aunque a decir verdad, Groucho Marx tenía razón cuando afirmaba que hay que disfrutar las pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna… En fin, feliz Navidad, querido lector.
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