En la primavera de 2002, daba cuenta, desde esta misma columna, de un quinteto de autores burgaleses -Jorge Villalmanzo, Eliseo González, Ricardo Ruiz, Pedro Olaya y José Gutiérrez Román- que, con una obra variada y sugerente comenzaban a consolidar las bases de su personal decir. Desde entonces, he seguido de cerca el acontecer lírico de aquellos “Poetas del frío” y, con mayor o menor profusión, su cántico ha ido creciendo de forma sólida y renovadora.
Releyendo, ahora, las palabras que hilvanara para mi comentario, he encontrado las que hacían referencia al más joven de todo ellos, José Gutiérrez Román (1977), que por aquel entonces acababa de obtener con su primer libro, “Horas de ausencia”, el premio de la Junta de Castilla y León 2001. Hablaban, digo, de una voz clásica y precisa, que se apoyaba en referentes estéticos universales para signar una poesía que comenzaba a moverse por las veredas de una sorprendente y madura juventud.
Aquella real “promesa” que vaticinaba, se ha convertido en el ganador de la última convocatoria del premio Adonáis, con un poemario, que a entender del jurado, mantenía un tono meditativo donde “realidad e imaginación se aúnan a través de un pensamiento tan hondo como sencillo y rigurosamente expresado”.
Espigadas tales virtudes, son más aún las que brotan de los adentros de estas páginas, que celebran el ritual de la vida, que se pueblan de vigorosas imágenes, que tensan la expresión hasta los límites más inquietantes de la compleja cotidianeidad y dibujan un tiempo y un espacio donde cabe un sinfín de misterios, anhelos y conjuros.
“Los pies del horizonte” (Rialp. Madrid, 2011), es, por tanto, un libro que se afana en hacer saber al lector “…que la vida esconde/ imperios de luz detrás de las sombras,/ como habita, agazapada bajo el canto triste,/ la profunda semilla de lo alegre”. Desde esa dicotomía que ya se ofrece en su primera parte, “Planes de fuga”, José Gutiérrez Román, se empeña en la búsqueda de aquellos lugares donde la claridad sea capaz de aliviar el peso de los instantes sombríos. De ahí, que pretenda “andar por la luz/ con el corazón a tientas”, o convencerse de que “otros días más nuevos llegarán/ para llevarse con su luz indemne/ el gastado equipaje de tus años malos”.
Los hilos de la memoria amparan el segundo apartado del volumen, pues, “El oro del naufragio”, incide en los momentos pretéritos y heridos, que se resisten a dejar paso a un alma distinta y renovada. Por ello, hay que esforzarse en que aquellos sueños rotos se hundan en los mares más lejanos y “que tus naves busquen siempre otras aguas/ y nuevos puertos donde fondear tus deseos”.
En su coda, “Cuando el amor fue un pasajero”, el vate burgalés ajusta cuentas con el corazón. Y a la par que revela su devoción por inolvidables escenarios -Lisboa, p.ej.-, donde los ecos amantes resuenan aún inolvidables, también confiesa con ternura y no con tristeza: “Sé que ya no son mías/ las noches que pasé en tus manos/ ni las manos en las que ahora pasan tus noches”.
En suma, un poemario de gozosa lectura, que muestra las dotes líricas de un poeta de largo recorrido y hondo aliento, al que habrá que seguir -leyendo- muy de cerca.
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