“Para los jóvenes cinéfilos, Rohmer era como una especie de hermano mayor al que trataban de usted por respeto. Era un hombre honesto, íntegro, muy profesional. A los que no teníamos ni un céntimo siempre nos daba algo de dinero, pero teníamos que entregarle a cambio un justificante: un billete de metro o de tren, la cuenta de la tienda de los comestibles...”
(Carlos Colón, 12-1- 2010). Así es introducido esta genial personalidad del cine por sus compañeros de Cahiers du Cinéma, Baeque y Toubiana, al recrear el clima cinéfilo del París de postguerra en la espléndida biografía de otro grande entre los grandes como es Framçois Truffaut. Y se fue Éric Rohmer mientras dormía plácidamente cpm 89 años encima. Hermano mayor y todo un referente de la famosa Nouvelle Vague. Rohmer fue como Resnais y Melville, un compañero de camino e incluso más que estos dos maestros induscutibles de la cinematografía universal. Fu un miembro activísimo del movimiento como crítico, agitador cineclubístico y realizador de películas tan bellas y meritorias como La panadera de Monceau (1962); La carrera de Suzanne (1963); La coleccionista (1966); Mi noche con Maude (1969); La rodilla de Clara (1970); El amor por la tarde (1972); La marquesa de O (1976); Perceval Le Gallois (1978); La mujer del aviador (1980); La buena boda (1982); Pauline en la playa (1983); Las noches de la luna llena (1984); El rayo verde (1986), León de Oro del Festival de Venecia; Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (1986); El amigo de mi amiga (1987); Cuento de primavera (1989); Cuento de invierno (1992); Cuento de verano (1996); Cuento de otoño (1998); El árbol, el alcalde y la mediateca (1993); Las citas de París (1994); Triple agente (2004) y El romance de Astrea y Celadón (2007). Cuando la modernidad era el credo que el propio Rohmer profesaba, como tantos otros directores de cine, guardaba una sabia distancia: “Estaba convencido de que hay una cierta impostura en el arte moderno, que podía existir un academicismo de la modernidad. Lo moderno podía llegar a ser tan tiránico como clásico y, tiranía por tiranía, ¡mejor la tiranía de lo clásico! Fue tan libre, que en los años 80, él, que había sido uno de los padres de la cinefília, escribió: “Actualmente detesto, odio la cinefília, la cultura cinéfila. Hace años díje que era estupendo ser un cinéfilo puro, no tener otra cultura que la del cine. Pues desgraciadamente se ha cumplido: Hoy hay quien no tiene más cultura que la cinematográfica, que sólo piensan por el cine... Creo que en el mundo hay otras muchas cosas y que el cine debe alimentarse de ellas”. Cuando el cine norteamericano, antes de su reivindicación “cahierista”, era satanizado por la oficialidad comunista, tan intelectualmente influyente en el París de la postguerra, él (Rohmer) y Bazin defendían apasionadamente a Welles, Wyler o Hawks. Así era la eterna libertad de un verdadero maestro del cine como fue Éric Rohmer. Porque el fallecimiento del padre de tantas películas brillantes, del cineasta que Jean Narboni considera el discípulo más consecuente a André Bazín, se cierra una vida y concluye una obra especial para comprender el último medio siglo del cine europeo. Los que amamos el cine como arte y liturgia y odiamos el cine en televisión, estamos casi eternamente de luto por la muerte de un genio llamado Éric Romer.