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Sin salida

Vivimos en un mundo, o en una sociedad, donde los individuos no estamos solos. De alguna u otra manera nos asociamos en distintos entes...

Publicado: 13/03/2019 ·
18:12
· Actualizado: 13/03/2019 · 18:12
Autor

Miguel Andréu

Miguel Andréu es comunicador y escritor. Actualmente, director de Andréu Comunicación

El Jueves

Este blog aborda temas generales de actualidad, preferentemente de interés local en Sevilla

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Vivimos en un mundo, o en una sociedad, donde los individuos no estamos solos. De alguna u otra manera nos asociamos en distintos entes, ya sean profesionales para comercialmente encontrar más ventajas y ser más competitivos, así como para conocer nuestro sector desde primera línea, o bien de forma personal, según nuestros gustos, creencias, colores o cualquier otra característica que nos identifique y nos haga casi similares a otras personas, sean o no de nuestro entorno inmediato. Esta musculación o articulación de la sociedad, como ustedes ya saben, no es nueva, sino que data de siglos. Se nos viene a la cabeza los antiguos gremios profesionales, algunos de los cuales han llegado hasta nuestros días. Este asociacionismo no sólo es bueno, sino que también es necesario. ¿Se imaginan que los equipos de fútbol no tuvieran el apoyo de las peñas? ¿O que los taurinos no se pudieran sentar alrededor de una mesa para debatir sobre la actualidad de la Fiesta Nacional? ¿Creen que los profesionales de cualquier disciplina conseguirían lo mismo si no estuvieran asociados de alguna forma bajo unas mismas siglas?

Mientras que cualquier colectivo de nuestra sociedad cumpla con la legalidad vigente y sus fines sean acordes al estado de derecho, soy de la opinión de que su existencia es beneficiosa para todos. Es la forma de articular la llamada sociedad civil. Los colectivos representan a las personas, teniendo por ello un mayor alcance cara a los poderes públicos para, llegado el caso, poder reclamar los derechos que deban recibir sus integrantes.

Mal vamos cuando una institución pública o privada conculca los derechos de un colectivo, mermando su capacidad de maniobra o su propia autonomía. Mal vamos, insisto. Porque con ello se vulneran los derechos de los integrantes de ese colectivo y por tanto de cada una de las personas que lo forman. La vulneración colectiva de derechos o de la propia autonomía se convierte en vulneración personal a cada uno de los miembros.

Peor es cuando más de una entidad vulnera esos derechos de uno o varios colectivos. Quedan siempre dos salidas ante esta situación: pelear (en el sentido menos peyorativo del término) contra aquello que se niega o detrae o bien negociar en una mesa, con la esperanza de que las aguas puedan volver a su cauce. Si finalmente la postura de fuerza no se mueve de su posición, sólo queda aguantar el envite y mostrar a la opinión pública esa conculcación de derechos.

La última postura es quizás la más dolorosa, pero la más elegante. Y a la larga, la que triunfa.

No, no estoy hablando del Martes Santo. ¿O quizás sí?

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